Wilson Garzón Morales
EstiloGerencial.com
A pesar de los avances tecnológicos y académicos que han marcado el desarrollo humano en los últimos siglos, la brecha entre los privilegios económicos y las condiciones de vida de la mayoría de la población no ha hecho más que profundizarse. Este fenómeno ha desencadenado un proceso de “tribalización” en la sociedad de base, un regreso inquietante a patrones de comportamiento más cercanos a las dinámicas de las épocas prehistóricas, donde la supervivencia y la fuerza primaban sobre cualquier construcción ética o moral sofisticada. A través de esta reflexión, se busca desentrañar las raíces de esta involución social, mostrando cómo el modelo económico, la política y la ideología del progreso han contribuido a este retroceso.
En primer lugar, cabe destacar que los avances tecnológicos, lejos de ser una herramienta democratizadora, se han convertido en un privilegio para quienes pueden acceder a ellos. Mientras las clases más privilegiadas disfrutan de inteligencia artificial, educación en línea de alta calidad y desarrollos médicos avanzados, una gran parte de la población mundial sigue luchando por satisfacer necesidades básicas. Este desequilibrio genera desigualdad, también fortalece una lógica de exclusión y competencia salvaje por los recursos. En esta dinámica, los grupos marginados encuentran en la cohesión tribal, en el sentido más primitivo del término, una estrategia de supervivencia ante la desprotección del Estado y las instituciones.
Un ejemplo contemporáneo de esta tribalización puede observarse en las áreas urbanas marginalizadas de muchas ciudades globales. En barrios olvidados por las políticas públicas, la pertenencia a pandillas o grupos de autodefensa comunitaria se convierte en una cuestión de supervivencia. Estas agrupaciones actúan bajo códigos propios que, aunque pueden parecer brutales, son funcionales dentro de un contexto de abandono social. En ausencia de seguridad, justicia y oportunidades, la fuerza bruta y las lealtades tribales reemplazan los ideales de convivencia cívica. Este fenómeno no es exclusivo de países en desarrollo; incluso en economías avanzadas, la polarización política y social ha llevado al fortalecimiento de movimientos que promueven visiones excluyentes y radicalizadas del mundo.
El modelo económico actual también contribuye a esta regresión. El capitalismo neoliberal, centrado en el beneficio individual y la acumulación de riqueza, presiona a los individuos a priorizar el interés personal sobre el colectivo. Este sistema fomenta una ética de supervivencia donde la competencia desenfrenada y el consumo excesivo reemplazan los valores de cooperación y solidaridad. El mercado laboral, por ejemplo, se ha convertido en una arena donde sólo sobreviven los más fuertes o los mejor adaptados, replicando una versión moderna de la ley del más apto. Trabajadores que enfrentan condiciones precarias, desempleo estructural o automatización masiva tienden a retroceder hacia comportamientos primitivos, donde la defensa del territorio o de los recursos inmediatos se convierte en una prioridad.
En términos políticos, la situación no es menos alarmante. El debilitamiento de las democracias y el ascenso de líderes populistas o autoritarios han exacerbado esta tendencia hacia la tribalización. Estos líderes suelen explotar las emociones más básicas, como el miedo y el odio, para dividir a la población en grupos antagónicos. En este clima, las nociones de diálogo, respeto mutuo y construcción colectiva de soluciones quedan relegadas. Las decisiones políticas basadas en la imposición y la fuerza recuerdan los tiempos en que las disputas se resolvían a través del combate físico o la supremacía territorial, en lugar de la negociación y el consenso.
La ideología del progreso también juega un papel relevante en esta problemática. Durante mucho tiempo, el desarrollo económico ha sido presentado como sinónimo de avance humano. Sin embargo, este paradigma ignora que el progreso económico no garantiza necesariamente el bienestar social. Grandes proyectos de infraestructura, minería y urbanización han desplazado comunidades enteras, destruyendo sus formas de vida tradicionales y obligándolas a adaptarse a un entorno hostil. Estas personas, despojadas de sus recursos y sus redes de apoyo, a menudo recurren a estrategias de resistencia que pueden parecer primigenias, pero que son una respuesta directa al despojo sistemático.
El caso de las comunidades indígenas en América Latina ilustra esta contradicción. Mientras los gobiernos y corporaciones promueven la explotación de recursos naturales en nombre del progreso, las comunidades afectadas luchan por preservar sus territorios y tradiciones. Esta lucha, que a menudo se traduce en enfrentamientos violentos, es una forma de resistencia frente a un sistema que prioriza el capital sobre la vida humana. Aunque estos movimientos pueden ser percibidos como un retroceso hacia formas tribales de organización, en realidad representan una crítica profunda a un modelo que ha fracasado en integrar los valores de justicia social y sostenibilidad.
Es fundamental reflexionar sobre el concepto de ética en este contexto. La ética, como construcción de la civilidad, se basa en principios de justicia, equidad y respeto mutuo. Sin embargo, en un mundo cada vez más polarizado y desigual, estos principios son difíciles de sostener. Cuando las instituciones que deberían garantizar estos valores se muestran incapaces o corruptas, la población tiende a desarrollar códigos morales alternativos, muchas veces basados en la fuerza y la lealtad grupal. Este retorno a la «ética de la sobrevivencia» refleja una crisis institucional y una erosión de la confianza en la posibilidad de un mundo verdaderamente civilizado.
El fenómeno de la tribalización en la sociedad contemporánea es un síntoma de fallas estructurales en el modelo económico, político y social. Los avances tecnológicos y académicos, aunque impresionantes, han servido más para ampliar las desigualdades que para resolverlas. Mientras tanto, la ideología del progreso económico ha abandonado su vínculo con el desarrollo social, dejando a las comunidades más vulnerables a merced de dinámicas de supervivencia primitiva. En un mundo donde la ética parece cada vez más irrelevante, es urgente replantear nuestras prioridades como especie, reconociendo que el verdadero progreso sólo puede lograrse a través de la justicia, la igualdad y el respeto por todas las formas de vida. Este es el desafío más grande de nuestra era: redescubrir la civilidad en un mundo que parece empeñado en olvidarla.
La juventud contemporánea, marcada por una explosión de diversidad cultural y la inmediatez tecnológica, es particularmente visible en los comportamientos tribales que han resurgido en las sociedades modernas. Este fenómeno puede analizarse desde múltiples ángulos, como las tribus urbanas, los tatuajes, la música urbana, y la ética líquida, entre otros elementos. Estos comportamientos reflejan un retorno a dinámicas grupales y simbólicas ancestrales, también evidencian cómo los jóvenes buscan significado, identidad y pertenencia en un mundo cada vez más fragmentado y deshumanizado.
En primer lugar, las tribus urbanas representan un claro ejemplo de la «tribalización» en la juventud. Estas agrupaciones, caracterizadas por códigos estéticos, comportamientos y valores específicos, se forman en torno a intereses comunes como la música, el arte, la moda o la protesta social. Ejemplos emblemáticos incluyen a los góticos, los punks, los emos, los skaters, y más recientemente, los trap kids o los gamers, todas, más que ideológicas, como fruto de estrategias comerciales. Aunque las tribus urbanas suelen ser vistas como una expresión cultural juvenil inofensiva, en realidad representan una respuesta a la sensación de alienación y desarraigo que sienten muchos jóvenes. En sociedades donde las instituciones tradicionales, como la familia, la iglesia o la escuela, han perdido influencia, estos grupos ofrecen un sentido de pertenencia y propósito.
Los tatuajes son otro elemento significativo en esta dinámica. Aunque su popularidad ha crecido en todas las edades, en los jóvenes han adquirido un peso simbólico especialmente relevante. En las sociedades tribales ancestrales, los tatuajes solían ser marcas de estatus, ritos de iniciación o símbolos de pertenencia a un grupo. En la actualidad, estas prácticas se han adaptado al contexto moderno, donde los tatuajes representan tanto la individualidad como la conexión con una comunidad específica. Los diseños suelen incluir referencias a ideologías, creencias espirituales, eventos personales o íconos culturales compartidos. Por ejemplo, es común que los jóvenes adopten tatuajes inspirados en letras de canciones, frases de filósofos modernos o símbolos de su tribu urbana preferida.
La música urbana, especialmente géneros como el reguetón, el trap y el drill, es otro campo donde la tribalización juvenil es evidente. Esta música define estilos de vida y modas y actúa como una plataforma de expresión para narrativas marginalizadas. Sin embargo, su impacto cultural es ambivalente. Por un lado, ofrece a los jóvenes una forma de resistir las normas culturales dominantes y construir identidades propias. Por otro lado, muchos de estos géneros perpetúan valores cuestionables, como la cosificación de la mujer, la glorificación de la violencia y la exaltación del consumo material. Por ejemplo, las letras de reguetón a menudo presentan a las mujeres como objetos de deseo, reduciendo su valor a su atractivo físico o a su disposición a complacer al hombre. Aunque estas representaciones son criticadas por sectores feministas y académicos, también son defendidas como un reflejo honesto de las realidades vividas por muchas comunidades.
La ética líquida, un término acuñado por el sociólogo Zygmunt Bauman, es particularmente pertinente al analizar el comportamiento juvenil. En una era marcada por la volatilidad y la incertidumbre, las normas éticas se han vuelto más flexibles y relativas. Los jóvenes de hoy navegan un mundo donde las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto son cada vez más difusas, lo que los lleva a adoptar valores adaptativos y situacionales. Esto se refleja en su relación con temas como la fidelidad, el compromiso, la autoridad o el consumo. Por ejemplo, las relaciones románticas en la juventud tienden a ser menos estables y más experimentales, lo que muchos justifican como una búsqueda de autoconocimiento y libertad personal, pero que otros interpretan como un síntoma de superficialidad emocional.
El consumo cultural de los jóvenes también refuerza estas tendencias tribales. Las redes sociales, las plataformas de streaming y los videojuegos son los espacios digitales donde se forman y refuerzan estas tribus modernas. Influencers, youtubers, y streamers actúan como líderes simbólicos, dictando tendencias y comportamientos. Estas plataformas también facilitan la creación de subculturas globales, donde los jóvenes de diferentes partes del mundo pueden conectarse y compartir intereses. Sin embargo, este fenómeno también puede intensificar la polarización y el aislamiento pues los algoritmos tienden a reforzar las burbujas ideológicas y culturales.
El tratamiento de la mujer dentro de estos contextos es particularmente preocupante. La «tribalización» moderna perpetúa y amplifica las dinámicas de poder patriarcales ejercidas a través de la violencia. En las subculturas asociadas con la música urbana, por ejemplo, las mujeres a menudo son valoradas más por su apariencia y por cómo encajan en las narrativas masculinas que por su talento o individualidad. Esto no significa que las mujeres jóvenes no estén desafiando estas estructuras a partir de sus propias tribus; de hecho, movimientos como el feminismo interseccional y el body positivity han surgido como respuestas críticas a estas dinámicas. Sin embargo, el desafío es constante puesto que las representaciones problemáticas siguen siendo omnipresentes en los medios populares.
La moda, como extensión de estas tribus juveniles, también desempeña un papel central. Los estilos urbanos, como el streetwear, son un lenguaje visual a través del cual los jóvenes comunican su afiliación a un grupo o su identidad personal. Marcas como Supreme, Off-White y Balenciaga se han convertido en emblemas de estatus, mientras que la personalización de prendas refleja el deseo de destacar dentro del colectivo. Este fenómeno, aunque enriquecedor en términos de creatividad, también refuerza la lógica del consumo desmedido y el deseo de pertenecer a una élite cultural.
Para entender este fenómeno en su complejidad, es importante contextualizarlo históricamente. Las expresiones juveniles han estado asociadas con la rebeldía y la experimentación desde el surgimiento del concepto de «adolescencia» en la modernidad. Sin embargo, la globalización y la digitalización han intensificado estas dinámicas, haciendo que las tendencias se difundan y evolucionen a velocidades sin precedentes. La tribalización moderna, entonces, es tanto una continuidad como una transformación de fenómenos anteriores, donde la búsqueda de pertenencia y significado se adapta a las condiciones del mundo contemporáneo.
Los jóvenes son los actores más visibles de la tribalización moderna debido a su papel como agentes de cambio cultural y su exposición a un mundo volátil e incierto. A través de elementos como los tatuajes, las tribus urbanas, la música y la moda, expresan tanto su necesidad de pertenecer como su deseo de diferenciarse. Sin embargo, estas expresiones también reflejan las contradicciones de una sociedad que, a pesar de sus avances tecnológicos y económicos, sigue reproduciendo dinámicas de exclusión, desigualdad y explotación. Al analizar estos fenómenos, es esencial reconocer tanto su riqueza cultural como sus implicaciones éticas y sociales, abriendo espacio para un diálogo que permita a la juventud construir un futuro más inclusivo y sostenible.
La vuelta a lo tribal es una realidad innegable, visible en las dinámicas sociales y en los titulares que diariamente inundan los medios de comunicación. Los noticieros se han convertido en un espejo sombrío de nuestra humanidad deteriorada, reflejando actos de barbarie que en otro tiempo habríamos considerado excepcionales, pero que hoy parecen formar parte del tejido cotidiano. El asesinato de mujeres y niños, el auge de la violencia intrafamiliar, los crímenes de odio y las guerras sin sentido alcanzan niveles inconcebibles, dejando una estela de dolor que traspasa fronteras y culturas. La desesperanza ha arraigado profundamente, convirtiéndose en un mal endémico que carcome el espíritu colectivo, alimentada por la precariedad económica, las migraciones masivas y los conflictos bélicos.
Este panorama desolador tiene sus raíces en un modelo económico salvaje que pone la codicia por encima de la dignidad humana. La desigualdad social se amplía con cada generación, creando un abismo entre quienes tienen demasiado y quienes no tienen nada. Las migraciones, muchas veces forzadas por las mismas dinámicas de explotación y exclusión, despojan a millones de personas de sus raíces y las empujan a un limbo de incertidumbre, donde la lucha por la supervivencia eclipsa cualquier esperanza de estabilidad. Las guerras, ya sean motivadas por intereses económicos, ideológicos o territoriales, desatan ciclos interminables de destrucción y venganza, perpetuando un estado de barbarie que remite a las épocas más oscuras de la humanidad.
En este contexto, surge una pregunta ineludible: ¿qué futuro les espera a nuestros hijos y al planeta que les legaremos? La respuesta, aunque dolorosa, parece apuntar hacia tiempos aciagos y salvajes, donde los valores que alguna vez definieron nuestra humanidad se diluyen bajo el peso de la desesperación. Las instituciones que deberían protegernos y guiarnos han demostrado ser incapaces de frenar esta regresión. Gobiernos débiles o corruptos, sistemas de justicia inoperantes y un tejido social fracturado contribuyen a una sensación de abandono colectivo. La ética, como construcción de civilidad, es reemplazada por un pragmatismo brutal que justifica cualquier acto en nombre de la supervivencia.
El avance tecnológico, que debería ser un motor de progreso, ha sido incapaz de detener esta involución. Por el contrario, a menudo actúa como catalizador, permitiendo que las divisiones y los conflictos se amplifiquen en las redes sociales, que se convierten en arenas virtuales para la desinformación, el odio y la polarización. En lugar de unirnos, estas herramientas tecnológicas nos han fragmentado aún más, reforzando las barreras tribales en un mundo ya profundamente dividido.
La primitivización de la humanidad se manifiesta en la violencia explícita y en la pérdida de valores fundamentales como la empatía, la solidaridad y la compasión. En lugar de vernos como una especie interconectada, hemos vuelto a una mentalidad de clanes, donde el «nosotros contra ellos» prevalece, ya sea en términos políticos, culturales o económicos. Este retroceso moral es quizás el aspecto más alarmante de nuestra situación, porque sugiere que estamos perdiendo la capacidad de imaginar un futuro mejor.
El planeta, nuestro hogar común, tampoco escapa a esta lógica destructiva. La explotación indiscriminada de recursos naturales, el cambio climático y la contaminación masiva son síntomas de una relación depredadora con la Tierra que refleja la misma mentalidad tribal: una lucha constante por dominar y extraer, sin considerar las consecuencias a largo plazo. Al igual que en los días más primitivos de nuestra especie, actuamos como si los recursos fueran infinitos y el bienestar del entorno irrelevante.
Frente a este panorama, es difícil no sucumbir a la desesperanza. Sin embargo, es precisamente en estos momentos de crisis cuando debemos recordar que el destino no está escrito. Si bien nos esperan tiempos difíciles, también poseemos la capacidad de elegir un camino diferente. Pero este cambio requiere un esfuerzo consciente y colectivo, una decisión de abrazar nuestra humanidad compartida y de rechazar la lógica primitiva que nos empuja hacia la autodestrucción.
El futuro de nuestros hijos y del planeta depende de nuestra voluntad de enfrentar estas realidades con valentía y compromiso. Si no lo hacemos, la barbarie continuará escalando, arrastrándonos aún más profundamente hacia un estado de salvajismo que nos aleja de lo que significa ser verdaderamente humanos. El tiempo de actuar es ahora, antes de que sea demasiado tarde para revertir esta regresión que amenaza con definir nuestra era.
El modelo económico actual, centrado en la acumulación desenfrenada de riqueza, la explotación de recursos naturales y el consumo masivo, ha impulsado un retorno a patrones primitivos de comportamiento social, donde la competencia y la fuerza prevalecen sobre la cooperación y el bienestar colectivo. Del mismo modo, la incoherencia política, caracterizada por gobiernos que priorizan agendas de corto plazo y divisiones ideológicas por encima de soluciones integrales, ha exacerbado este retroceso. Sin embargo, dentro de estas estructuras aparentemente inamovibles, existe un potencial de transformación: empresarios conscientes, sostenibles y multidimensionales tienen el poder de rediseñar las reglas del consumo, mitigar la destrucción del planeta y promover un sentido renovado de humanidad.
Los empresarios conscientes representan una nueva generación de líderes que reconocen la interdependencia entre el éxito empresarial, el bienestar social y la salud del planeta. Este enfoque se aleja del paradigma tradicional del capitalismo, donde la maximización de las ganancias es el objetivo supremo, y adopta un modelo más holístico que integra principios de sostenibilidad, justicia social y ética empresarial. Estos líderes comprenden que el modelo económico salvaje es insostenible y amenaza la estabilidad a largo plazo de las mismas empresas que operan bajo su lógica.
Un ejemplo inspirador de esta nueva visión empresarial es el movimiento de empresas B, que buscan equilibrar el propósito y el beneficio económico. Estas organizaciones se comprometen a generar impacto positivo en sus comunidades y el medio ambiente, estableciendo estándares de responsabilidad y transparencia que desafían las prácticas tradicionales. Patagonia, por ejemplo, lidera la industria de la moda sostenible e invierte activamente en la restauración ecológica y promueve el activismo ambiental entre sus consumidores. Este tipo de empresas demuestra que es posible prosperar económicamente mientras se priorizan valores más altos.
El concepto de sostenibilidad es central en esta transformación. Los empresarios conscientes entienden que la economía no puede seguir funcionando a expensas del medio ambiente. La crisis climática, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva son recordatorios ineludibles de los límites planetarios. Por ello, cada vez más empresas están adoptando prácticas sostenibles que minimizan su huella ecológica. Esto incluye el uso de energías renovables, la implementación de economías circulares y el diseño de productos que fomenten el consumo responsable.
Un ejemplo significativo de este enfoque es la transición hacia fuentes de energía renovable liderada por empresas tecnológicas. Estas compañías están revolucionando la industria energética y están cambiando la narrativa sobre lo que es posible dentro del mercado global. Al demostrar que la sostenibilidad puede ser rentable, están inspirando a otras empresas a seguir su ejemplo, creando un efecto multiplicador en la transición hacia un modelo económico más ecológico.
La multidimensionalidad, un pilar fundamental de estos empresarios, implica integrar perspectivas diversas y complejas en la toma de decisiones empresariales. Esto abarca la sostenibilidad ambiental, el bienestar humano y la equidad social. Empresas como Unilever han adoptado estrategias de inclusión que abordan las necesidades de comunidades marginadas, promoviendo la educación, la igualdad de género y el acceso a recursos esenciales como agua potable. Este enfoque multidimensional reconoce que la prosperidad de una empresa está intrínsecamente ligada al bienestar de las personas y los ecosistemas que la rodean.
El papel de los empresarios conscientes no se limita a la transformación económica. También tienen el potencial de influir en la política y la cultura, promoviendo valores que contrarresten la regresión hacia el estado primitivo. A través del liderazgo ético y el ejemplo, pueden inspirar a otros sectores de la sociedad a adoptar comportamientos más responsables. Por ejemplo, el empresario y filántropo Marc Benioff, fundador de Salesforce, ha utilizado su plataforma para abogar por la justicia social, la equidad salarial y la acción climática, demostrando que los líderes empresariales pueden desempeñar un papel crucial en la construcción de un mundo mejor.
Sin embargo, este cambio no es automático ni sencillo. Requiere un esfuerzo consciente para desafiar las normas establecidas y reimaginar las reglas del juego. La educación y la formación empresarial son herramientas clave para cultivar esta nueva generación de líderes. Programas académicos que integren la sostenibilidad, la ética y la innovación social en sus currículos pueden empoderar a futuros empresarios para que adopten un enfoque más consciente desde el principio. Las políticas gubernamentales deben apoyar estas iniciativas a través de incentivos fiscales, regulaciones progresivas y financiamiento para proyectos sostenibles.
La transformación hacia un modelo económico consciente también necesita del apoyo de los consumidores. Los patrones de consumo son una fuerza poderosa que puede dirigir el mercado hacia prácticas más sostenibles y éticas. Al elegir productos y servicios que reflejen sus valores, los consumidores pueden enviar un mensaje claro a las empresas sobre lo que esperan de ellas. Iniciativas como el consumo colaborativo, el comercio justo y el apoyo a las economías locales son ejemplos de cómo las decisiones individuales pueden tener un impacto colectivo significativo.
Recuperar un sentido ideal de humanidad en este contexto implica reevaluar nuestras prioridades como especie. Significa reconocer que el bienestar económico no tiene valor si se logra a costa de la degradación del medio ambiente y la deshumanización de las relaciones sociales. Los empresarios conscientes, sostenibles y multidimensionales tienen la oportunidad de liderar este cambio, mostrando que es posible construir un futuro donde el éxito se mida en términos de ganancias, también en términos de impacto positivo en el mundo.
El desafío radica en la capacidad de las sociedades para adoptar y apoyar este modelo transformador. Si bien los empresarios conscientes están bien posicionados para liderar este cambio, su éxito depende de la colaboración entre sectores, incluyendo gobiernos, organizaciones no gubernamentales y ciudadanos. Sólo a través de un esfuerzo colectivo podemos superar las limitaciones del modelo económico salvaje y la incoherencia política, avanzando hacia un mundo más justo, sostenible y humano. Este es el llamado de nuestra era: abandonar la lógica primitiva de la fuerza y la supervivencia, y abrazar una visión más elevada de lo que significa ser verdaderamente humanos.